Quién coño me ha robado el mes de agosto...

Cuando amanece, las rendijas de los balcones que dan a la plaza Careaga se llenan de luz y bañan el nacarado suelo de donde habito. Poco más tarde, cuando mi madre madruga para llevarme a estudiar, me sirve un café Ortega y dos tostadas de la mejor mantequilla que jamás probé. Luego me acompaña a la mesa, me ayuda a sentarme y me deja a solas para que estudie. Para que estudie o para que escriba esto que ahora lees, que al fin y al cabo para alguien que no tiene nada mejor que hacer no deja de ser un buen consuelo.

Quedarte sin verano a las siete horas de estar de vacaciones, ser sometido a seis horas de cirugía bajo anestesia general (con cinco tornillos y un recorte del tendón rotuliano de por medio), estar tres meses con una cuarta parte de tu cuerpo escayolada y saber que te esperan seis meses de –al menos los tres primeros– dolorosa rehabilitación, es una prueba tanto física como psicológica que no sé yo si todo el mundo estaría dispuesto a soportar. Y eso sin contar pérdidas de conocimiento, llantos, unas cuantas falsas esperanzas y alguna que otra situación emocionalmente comprometida. Y no es que yo sea ningún tipo de héroe, todo lo contrario. Uno comprende ahora de qué tipo de pasta imperfecta está hecho. La certeza de la fragilidad, leí una vez. Comprendes ahora que casi todo es más volátil, que el futuro es algo que tan sólo depende de ti en cierta medida. Y que son necesarias un par de buenas muletas cuando se te parte una pierna.

Pero si algo hay de sobra en mi situación es tiempo. Y si dicen que el tiempo es oro yo debo ser muchimillonario. Y cuando hay tanto tiempo de por medio, uno pierde la mayor parte de él en pensar qué hacer durante el día. Al menos he aprovechado para leer un par de libros, para escuchar buena música (gracias Quique), y para comprobar dónde coño están los amigos de verdad. Carmen, Eu, Miki, Ginés, Ali, Jose y María: habéis tenido el dudoso privilegio de estar ahí desde el principio, pero habéis sabido aguantar al pie de este cañón como si fuera lo más lógico y no hubiera más que hablar. Gracias. Os debo lealtad en cada una de vuestras siete vidas; a mí sólo me quedan seis, pues la que perdí la vivisteis junto a mí. De nuevo, gracias.

En mi situación uno aprende a descartarse de malas cartas y a quedarse con las buenas, que son las que al fin y al cabo te ayudan a levantar una partida que, a priori, dabas por perdida.