domingo, 22 de junio de 2008

La miraba desde arriba como si fuera la primera vez que la viera desde ahí. La miraba y la sentía, extendiendo la mano para acariciarla, cerrando los ojos para sentir la cálida respiración sobre su rostro. Seguía con la mirada su perfil de carne tibia, su tez blanca alunarada que él amaba hasta donde sólo era prohibido lo imposible. El perfume era distinto desde allí, los movimientos, los gemidos habían cambiado, se escuchaban más distantes, apagados. Su cuerpo de mujer lleno de vida se desperezaba ahí abajo, y él sentía su corazón latiendo en ese despertar tan hermoso que tienen las mujeres de Andalucía. Seguía con la mano fuera de la ventanilla del aeroplano y el viento le había resecado los ojos que le empezaban a llorar. Decidió dar otra vuelta más para volver a ver el espigón y a escuchar el batir de las olas de la playa de San Miguel. Veía a los niños dando carreras por las plazas y le llegaban los lejanos gritos de la playa. Eran las diez de una mañana de verano y él era feliz. Porque entendía que aquella debía ser la máxima expresión de la belleza. Era, al fin y al cabo, la vida. Y era Almería.


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